miércoles

Nuevas formas de arruinar la dicha de tener que vivir conmigo mismo.

A veces ciertamente me pregunto cuál es el sentido
de tantas penas pasadas por gente que ya me olvidó,
de personas que por diversos motivos eligieron alejarse
para ya más nunca volver a mirar el sitio dónde estoy.
A esta altura de la vida y un par de años de perspectiva
me dieron parte de la clave de todo este intrincado asunto.
Escribo porqué se que no hay escapatoria a la propia conciencia,
al examen interno que cada uno hace de sí mismo.
No hay negociación posible cuando el verdugo es uno,
y sabe perfectamente que todo argumento es vano frente a su implacable veredicto.
Cambié de todo un poco en el transcurso de mi vida
y avance y retrocedí de manera bastante alternada,
oscilando entre la euforia y la más profunda melancolía,
subiendo a la cima de lo sublime y cayendo en las mazmorras de la más cruel agonía.
Siempre tratando de no perder mi incierta identidad,
de no desaparecer en un mar de voces anónimas y discordantes.
Entré al laberinto de las inestables emociones humanas
sin tener una brújula y un norte demasiado preciso,
me sumergí en mi propia torpeza y caí estrepitosamente,
causando la risa de algunos parroquianos del bar.
Estaba escuchando música de viejas épocas
sin nadie a mi lado con quién intercambiar conceptos y
experimentar el gozo compartido que una buena melodía inspira.
Estaba escribiendo estas palabras sin lector que las reclame
y hundido en un pozo de intensa tristeza
viendo al horizonte sin encontrar nada de interés,
mirando cómo el sol escapa
y las flores mueren irrevocablemente,
dando paso al reinado silencioso de un nuevo otoño.
Teatralizando historias intrascendentes
y agobiando páginas en blanco con palabras que nadie va a leer jamás.