El
día se moría lentamente en una borrascosa tarde otoñal. Era uno de
esos gélidos ocasos que anunciaban el inminente y crudo invierno
cuando llegué a una región
poco conocida de ese país tan extraño que visitaba en aquellos
tiempos tan aciagos para mi alma atormentada. Los bosques, sombríos
y lóbregos, se extendían hasta donde la vista alcanzaba y el aire
se hacía tan denso que
apenas podía respirar. Yo caminaba en esa atmósfera mortuoria
de primaveras fenecidas, en el crudo abrazo de esta fría estación
que me calaba los huesos con una fina llovizna y llenaba de tristes
pensamientos mi corazón. Las grises nubes del firmamento y el viento
frío que soplaba a
intervalos irregulares, le daban a mi andar un profundo matiz
melancólico y dios se apiade de mi alma si no llegué
hasta contemplar la idea del suicidio para terminar con mi tormento y
mi sensación de pesar.
Pero no sólo era eso lo que me inquietaba, resultaba sumamente extraño, pero desde que entré en estos dominios llenos de signos de muerte y abandono, no vi un solo animal que se haya atravesado en mi camino por azar ni escuché el trino de los pájaros que suele uno oír cuando atraviesa bastas zonas boscosas. Para colmo ni siquiera recordaba haber visto un solo insecto ni nada parecido en todo el trayecto recorrido. Pasaron varios días desde que salí de lo que era considerada la vieja capital del territorio de este país, que figura en pocos mapas y que solo los caminantes solitarios como yo conocemos. Su bandera no figura en los atlas modernos, se trata de un país cuyas guerras cayeron en el olvido con sus soldados caídos y sus mujeres llorando a los vencidos en la amarga soledad del la cruel derrota. Solo desolación y ruinas en medio de un silencio tal que ya era audible y bloqueaba mi capacidad de concentrarme en cualquier otra cosa. La gran bóveda sepulcral de la naturaleza parecía abrir sus fauces dispuesta a devorarme y la notoria quietud y monotonía del paisaje a mi al rededor me hacían intuir que no eran otra cosa más que la calma que precede a la tormenta.
En un recodo del camino, pese al
suelo cubierto de hojas secas que lo hacían poco visible al
paseante, divisé un sendero
que podía llevarme a alguna zona habitada donde yo pudiera pernoctar
a resguardo de las inclemencias de una noche en los bosques oscuros y
salvajes de la región. Empece a transitarlo aunque no sin cierta
aprehensión, ya que su irregular trazo y el aire de abandono que lo
envolvían me hacían pensar que al final del mismo sólo
encontraría la misma aridez
despoblada de estos lares. Pero al no contar con una mejor
alternativa, decidí arriesgarlo todo en esa incierta partida y seguí
caminando por sus sinuosidades solitarias y perdidas. Estaba
construido con piedras grises que se intercalaban irregularmente y
ciertas zonas estaban estropeadas e invadidas por la hierba que
crecía y le daba un aspecto lúgubre y de mal augurio. Donde las
piedras no estaban en su sitio se veía esa tierra color hollín que
hacia tan tristemente famosa a esta región y que hacia surgir la
idea de que uno se encontraba en un gigantesco crematorio, y de que
no somos mas que motas de polvo en las cenizas del cadáver de la
creación. El camino continuaba y parecía no tener fin, lo único
que podía yo hacer era seguir caminando hacia adelante y no perder
las esperanzas de un fogón que aliviara el frío
y una puerta que me separase de la oscuridad y los horrores nocturnos
sumados a una comida digna de saciar a mi estomago.
Entonces fue cuando la vi,
altiva y fantasmal como una aparición en medio de la niebla, surgió
ante mis ojos una vieja casa de piedra gris de antigua data. Sus
puertas imponentes eran de una madera noble que hacia pensar en los
grandes castillos de antaño y sus picaportes y cerraduras del mas
templado acero. Las paredes estaban algo derruidas pero aun así en
ellas se percibía la mano de una buena y duradera construcción. Al
mirar más detenidamente pude
distinguir manchas de humedad y vegetación de la que surge en viejos
edificios no habitados por muchos años y entendí que no habría
nada de lo que imaginaba al atravesar el largo sendero que me condujo
hasta este viejo edificio solitario y lúgubre como las noches
invernales en las estepas al borde del circulo ártico. Las ventanas
estaban todas cerradas y unas gruesas rejas de hierro forjado
impedían el acceso al interior de tan curioso escenario.
El tiempo apremiaba y no pensaba
pasar la noche a descubierto, así que junté
valor y llamé a la puerta.
Como era de esperarse, nadie acudió a responder. Fue en ese momento
cuando noté que la noche ya
se cernía sobre el cielo y los relámpagos iluminaban y daban a todo
un vago y escalofriante matiz blanco azulado. Sin perder tiempo probé
empujar la puerta y, para mi sorpresa, la puerta cedió y pude
refugiarme a salvo de la tormenta que se acababa de desatar. Lo
primero que noté fue que la
casa era mucho más grande de
lo que se podía apreciar cuando la observé
desde el exterior y el aire de abandono que predominaba
en su fachada no se condecía
para nada con la pulcritud que uno constataba
en este ambiente tan onerosamente
ornamentado, donde
no se veía ni una sola mota de suciedad.
La puerta pulida y brillante dejaba a la vista de quien entrara por
ella un amplio ambiente
que hacía las veces de salón
de recepción. Una estancia
donde al visitante le era prácticamente imposible no deslumbrarse
con los
lujosos
muebles de caoba, los
tapices de las mas finas y valiosas telas y los
impresionantes candelabros del mas exquisito cristal. La
casa debió de pertenecer a una familia importante ya que en las
paredes empapeladas en tonos
marrones figuraba lo que de
seguro era su escudo de armas y los tapices, con toda certeza,
habrían de contar las hazañas de tan noble estirpe. Sin embargo
esas cosas carecían de interés para mí
en ese momento ya que lo que mas acuciaba mi alma era tener
un lugar cómodo donde poder dormir. Una vez que pude mirar a mi al
rededor con más
detenimiento, noté unas escaleras de caracol que subían al piso
superior y hacia allí me encaminé.
Todo
estaba iluminado
por el resplandor de unas velas de cera que le daban al lugar un aire extraño y
familiar a la vez. Fue este detalle el que me hizo pensar que,
después de todo, el viejo
edificio no podía estar
totalmente deshabitado.
Al fin y al cabo, quien encendió las velas debía seguir estando
dentro ya que cuando me acerqué
no vi a nadie salir y el estado de las mismas hacían pensar que
fueron encendidas hacía
relativamente poco tiempo ya que no estaban, ni mucho menos,
derretidas a un extremo demasiado notable. ¿Era
acaso mi anfitrión demasiado tímido como para presentarse ante mi?
En todo caso traté de no resultar un huésped demasiado mortificante
para mi anónimo anfitrión y
me encaminé hacia una puerta que se encontraba en el último rellano
de la escalera por la que estaba subiendo. Encontrar
un cuarto donde descansar era mi principal idea al atravesar el
pórtico y no pensaba posponer el asunto por formalidades
innecesarias.
Resultaba extraño, porque si bien ya había dicho que la casa era mas grande de lo que uno se podía imaginar desde afuera, nada me preparó para lo que estaba a punto de ver. En contraste con todo lo que yo había previsto tras la puerta se extendía un pasillo de dimensiones titánicas y que parecía no terminar nunca. Unos ventanales recorrían toda su extensión y la única iluminación era la feroz tormenta que afuera azotaba esta región del mundo como pocas veces yo hubiera visto. La curiosidad que me generó semejante hallazgo me hizo imposible volverme atrás y decidí que era una buena oportunidad de ver a donde conducía semejante y tan particular pasaje. Cerré la puerta tras de mí y me puse a caminar tratando de recordar en que dirección estaba la puerta por donde había entrado. Se que suena ridículo, ya que un pasillo que va de una punta a otra en linea recta no supone que uno deba usar grandes dones de exploración. Pero algo me decía en mi interior que este no era un simple pasillo que se recorriera sin más. Sumemos a eso que las dimensiones del mismo realmente eran imponentes. No lo había notado en un principio, pero el techo estaba muy alejado y apenas lo podía ver y los ventanales ascendían hasta puntos absurdos y no había paredes ni debajo ni al rededor. Un silencio tétrico se entronaba como el rey absoluto de este reducto, frio y envolvente como una mortaja. Solo la lluvia golpeando contra los cristales y los rayos como iluminación a través de las ventanas sempiternas de un lugar alejado de todas las leyes divinas y humanas interrumpían su despótico reinado.
Ya había visto mas que suficiente de ese espectáculo cuando decidí que lo mejor era volver sobre mis pasos y tratar de encontrar un sitio más acogedor en la parte iluminada y confortable de esta tan extraña casa. Pero para el colmo de mi terror, cuando dí la vuelta y busque la puerta no pude encontrar más que una extensión interminable del mismo pasadizo que se encontraba ahora tras de mí. Era imposible lo que estaba viendo ya que, por la naturaleza siniestra del mismo, no me había atrevido a dar más que unos pocos pasos y ahora me encontraba atrapado y perdido en medio de las conjeturas más tenebrosas para mi mente cansada. A pesar de que a todas luces sería un esfuerzo inútil, corrí con todas mis fuerzas en la dirección hacia la que se suponía estaba la entrada por la que accedí a ese tugurio atormentador de almas en pena. Tal como era de esperarse, el paisaje ante mi continuaba invariable y ya los rayos iluminaban con renovada furia todo el lugar y las gotas caían con un traqueteo contra los cristales que se elevaban hasta alturas inconmensurables y rodeaban todo el panorama de un azulado resplandor.
Pasaron las horas en medio de una
carrera desesperada buscando salir de aquella galería macabra cuando
vino a mi mente una idea siniestra. A pesar del tiempo transcurrido
en tan singular cautiverio, no se veían signos de que fuera a
amanecer como la lógica me indicaba que tenía que suceder. Cuando
finalmente el cansancio se hizo insoportable y las piernas me
empezaban a doler, hice un alto y me senté en el suelo. Necesitaba
recuperar fuerzas y ver si podía surgir alguna idea de como escapar
de ese horrible lugar. Apoyando mi espalda contra el frío cristal
que hacía las veces de pared y cerrando los ojos para poder pensar
mejor sin distracciones que entorpecieran mi razonamiento, me dispuse
a considerar el asunto.
Me despertó el sonido de una
orquesta tocando un viejo vals, muy conocido y pude constatar que no
me hallaba en ningún pasillo sino en un gran salón de baile. Un
aire de distinción llenaba toda la estancia y los invitados iban
ataviados con las mas exquisitas vestimentas que el dinero pudiera
comprar. Por fortuna pude comprobar que a diferencia de lo que había
imaginado no me encontraba en el suelo sino en un mullido sillón de
terciopelo color morado con brazos de madera y mi ropa no desentonaba
con el del resto de la concurrencia. Llevaba un traje de levita negro
como ala de cuervo y unas botas de cuero del mismo color que me daban
el aire de un noble de los santos días idos. Comencé a pasearme con
aires de gran señor por entre los invitados y con gentileza devolvía
los saludos de quienes se cruzaban en mi camino. La orquesta y los
danzantes seguían con sus actividades alegremente en esta estancia
iluminada por antorchas que se encontraban en el exterior y
alumbraban a través de las amplias ventanas tras las cuales fueron
colocadas. El viento hacia oscilar las llamas de las mismas dando un
matiz de misterio a las siluetas y sombras de quienes bailaban al son
de las canciones populares desde hace siglos entre los pueblos de esa
región.
Pero entonces sonaron los tañidos
de un viejo reloj de péndulo que se encontraba en un rincón
apartado de la habitación y en el que no había reparado hasta
entonces. El viejo artefacto de ébano anunciaba que había llegado
la medianoche y fue entonces cuando todo se precipitó en un
pandemónium de proporciones catastróficas y tuve que entablar una
lucha sin cuartel para mantener la poca cordura que me quedaba. Las
luces se apagaron todas en el mismo instante en que el reloj sonaba
por ultima vez y un resplandor rojizo se adueñó de todo mi campo de
visión. La orquesta que hizo silencio mientras duraba el anuncio de
la hora volvió a tocar pero sus sonidos eran discordantes y
desagradables. Era como si las melodías que producían sus
instrumentos fueran capaces de desgarrar la piel y carcomer la carne
de quienes las oyeran. Para ese entonces había dejado de prestar
atención a la gente que me rodeaba, pero de alguna manera, el hecho
de que ellos no se vieran afectados por el cambio me hizo preguntarme
de que clase de personas estaba rodeado. ¿Acaso no notaban ellos el
zumbido corrosivo y venenoso en el que había devenido la actuación
de los músicos y el drástico cambio en la lumbre que ahora hacía
que todo pareciera bañado en sangre fresca recién derramada por un
mortífero y frío puñal? ¿Era acaso concebible que ni siquiera
mostrasen un estremecimiento mínimamente visible ante el atroz
cambio que se producía a nuestro al rededor en esa noche maldita que
parecía no tener fin? ¿Me estaba volviendo loco y por eso era el
único que sentía creciente terror ante las transformaciones
hórridas que nadie más que yo era capaz de ver?
Mientras reflexionaba de esta manera, y como si hubieran leído o adivinado mi pensamiento, toda la concurrencia se puso frente a mí y a través de sus antifaces (pues aparentemente era un baile de máscaras) sentía que me miraban fijamente. No podía saberlo a ciencia cierta ya que, fuera por efecto de la iluminación extraña y sanguinolenta que reinaba en el ambiente o por sugestión de mi mente volátil, por mas que me esforzaba no lograba verles los ojos. Sin embargo la sensación de estar siendo observado por aquellas figuras silenciosas iba in crescendo y por más que lo intentara, no podía desterrar esa idea de mi mente. Todo se mantenía en un estado de quietud expectante que comenzaba a incomodarme, nadie pronunciaba palabra y el aire se podía cortar con una navaja. Todos permanecían totalmente quietos en sus lugares, como si hubieran echado raíces en el sitio donde se encontraban, era una idea extraña atribuir raíces a personas pero no se me ocurría otra manera mejor de poder expresar lo que mis ojos presenciaban.
Fue en ese momento cuando un
súbito relámpago iluminó con aterradora claridad sus facciones y
pude observar que lo que yo había tomado por máscaras no era más
que la piel de esos grotescos y repulsivos seres. Me miraban desde
cuencas vacías que parecían agujeros negros masivos devorando
planetas y soles a su paso. Sus manos eran semejantes a ramas secas y
monstruosas de arboles espectrales de un gris enfermizo que vagamente
recordaba haber visto en algún sitio antes. Lanzaban sonidos
guturales y me señalaban con sus dedos-ramas al tiempo que empezaban
a avanzar hacia mí en actitud hostil y de amenaza. Traté de dar la
vuelta y salir corriendo pero no me dieron tiempo de moverme y me
apresaron con fuerza sobrehumana dispuestos a despedazarme en ese
mismo momento si trataba de zafarme. Una procesión interminable de
hombres-árbol, conmigo como impotente rehén, que comenzó a marchar al
son de flautas malditas acompañadas de tambores espectrales en la
oscuridad. Se encaminó lenta pero firmemente hacia una grieta que
se abrió en el suelo como la boca desdentada de un gigante que se
disponía a devorarnos en la negrura de la noche.
Me llevaban por un largo pasadizo subterráneo de paredes de roca viva profiriendo gritos inarticulados que poco para mí podían significar. El aire estaba impregnado del hedor de los pantanos y una verde fosforescencia de aspecto malsano le daba un toque siniestro a todo el lugar. En el suelo criaturas extrañas que tenían cierto parecido a sanguijuelas de un tamaño descomunal se retorcían y reptaban de forma repulsiva en charcos de agua estancada e infecta y entre fragmentos de lo que descubrí que eran huesos humanos destrozados a golpes con una fuerza tal que de muchos de ellos no quedaban más que pequeños fragmentos astillados. Las calaveras estaban intactas y fueron colocadas en las paredes de forma regular y eran parte del siniestro decorado de ese pasillo de la muerte.
Llegamos a lo que tenía toda la
apariencia de ser una catedral gigantesca que se encontraba en las
profundidades de la tierra. Las paredes y el techo estaban tapizadas
con rostros humanos. Por sus expresiones, distorsionadas por el
dolor, se podía adivinar que sufrieron grandes torturas y que
seguían sufriendo aún después de muertos. El rencor y el
abatimiento de sus almas vagaban por todo el lugar como un pestilente
vapor toxico que invadía las fosas nasales y entorpecía el
pensamiento. El aroma de la carne en descomposición se combinaba con
los gritos de una agonía eterna haciéndole a uno entender que se
encontraba ni mas ni menos que en los portales del mismísimo
infierno.
Había por todos lados unos
altares rectangulares de piedra, similares a mesas de operaciones
donde se amontonaban cadáveres descuartizados y la sangre gangrenada
brotaba de las extremidades desprendidas de sus cuerpos putrefactos.
Los instrumentos quirúrgicos, oxidados y mellados, tenían los más
grotescos diseños salidos de la mente de algún sádico psicópata
jugando a ser un medico al servicio del inframundo. ¿Realmente era oxido o sólo eso lo que veía en los filos de estos
instrumentos de tortura dignos de la más despiadada época de la
santa inquisición?
El horror llegó a su máximo
extremo cuando por fin comprendí que estas criaturas se preparaban
para hacer de mí lo mismo que a todos los desdichados infelices que
habían caído en sus manos con anterioridad. Yo iba a pasar a formar
parte de esa multitud de almas en pena cuyos cuerpos mutilados,
huesos destrozados y caras eternamente sufrientes se pudrían
lentamente en medio de los más inenarrables horrores de una vida a
la que la muerte no vendría a dar alivio jamas. Mi alma vagaría
sin poder descansar en paz entre los tenebrosos muros de aquella
subterránea y cíclopea necropolis por los siglos de los siglos,
retorciéndome entre montañas de agujas y ríos de sangre.
La
situación
llegaba a su clímax y los horrores de la espera llegaban a su fin
para dar paso a la verdadera tortura física. Unas figuras envueltas
en túnicas negras encapuchadas se acercaban lentamente al lugar
donde yacía amarrado de pies y manos. No podía verles las caras
pero sentía el brillo maligno de sus miradas al observar que no
podría hacer nada para defenderme. Blandían cuchillos y demás
elementos cortantes y su paso lento torturaba mis oídos. Disfrutaban
cada minuto de agonía que para mi suponía estar al borde de caer en
sus manos sin poder escapar y, deliberadamente enlentecían sus pasos
para saborear mi terror
antes de divertirse con
mi descuartizamiento. Me
quedaban pocos instantes
antes de que se abalanzaran finalmente sobre mí
y fue cuando me dispuse
a gritar con todas mis fuerzas y…
Desperté aturdido con la
garganta adolorida y el sabor amargo del miedo en la garganta. Tenía
las piernas y los brazos entumecidos y me dolía moverme sin contar
que no me atrevía a mirar a mi al rededor por miedo a que la
pesadilla retornara y mis captores terminaran con su espantoso
trabajo. Finalmente y haciendo un gran esfuerzo, abrí los ojos. Me
encontraba en un pasillo con ventanales a través de los cuales
entraba el sol de la mañana iluminando la estancia con una claridad
inusitada y refrescante para mi ánimo atormentado. Estaba algo
mareado y el dolor atenazaba mis miembros pero me encontraba
perfectamente bien si consideraba que estaba vivo y a la luz del día.
Quizás había despertado de una
desagradable y vívida pesadilla provocada por las impresiones de una
noche tormentosa en un lugar desconocido. El pasadizo no era de un
tamaño anormal y era mas bien estrecho y su longitud no
debía de pasar de los veinte metros mientras el techo estaba sólo
un par de centímetros por encima de mi cabeza. Mi mente estaba
dispuesta a cerrar el asunto. Tratando de ordenar mis pensamientos e
ignorando el dolor que sentía me encaminé hacia la puerta. Ya no me
costaba aceptar la idea tranquilizadora de que todo no había sido
más que un mal sueño cuando los vi. Todo el panorama del sombrío
bosque al rededor de la casa que yo podía ver a través del cristal
con toda claridad daba la impresión de ser una multitud
observándome. Una interminable y pestilente muchedumbre de seres con
negras cuencas vacías y manos como ramas de un gris enfermizo que
esperaban que me aventurara fuera de la casa para apoderarse de mí
para siempre a la siguiente noche.
Y fue entonces cuando presentí que
nada de lo que estaba viendo era real. Pero entonces… ¿que era lo
real? ¿donde empezaría el limite entre lo real y la fantasía?
¿acaso existía tal limite? Perdido en estas conjeturas no podía
precisar en que instante habría despertado y mucho menos podía
responder si realmente había despertado. Me encontraba en un
pasaje donde la noción de tiempo-espacio se dislocó como un
satélite roto que después de enloquecer sigue orbitando al rededor
de un planeta inhóspito y alejado de cualquier rastro de
civilización, desparramandome por extrañas dimensiones. Sin mas
tardanza intenté abrir la puerta y escapar de ahí. Todos los
horrores de la noche anterior volvieron cuando comprobé que tras
aquel pórtico maldito se extendía un pasillo con paredes de roca
viva y una fosforescencia verde que ya son cosas conocidas para el
lector. Volví sobre mis pasos, presa del pánico y cerré con
violencia el acceso a lo que acababa de presenciar. Pasaron unos
segundos cuando, tras un breve chasquido, la puerta desapareció
dejando una pared desnuda y sin ninguna clase de marca. Y fue
entonces cuando supe que no podría salir de esa casa nunca más.
¿Fin?